A sus 94 años, don Anselmo Rodríguez recuerda la Oberá de antaño con extraordinaria lucidez. Una vida de trabajo y al servicio de la comunidad. Padre de tres hijos, cuenta con orgullo 14 nietos y 18 bisnietos; reniega del celular y pondera importancia de ejercitar la memoria con lectura
En la memoria de don Anselmo Rodríguez y sus lúcidos 94 años, los personajes e historias de Oberá recuperan el protagonismo que el impiadoso transcurrir del tiempo intenta borrar a favor de instalar lo nuevo.
Su agudeza mental y vocación por hacer, lo llevaron hace poco a confeccionar un listado de 150 comercios, industrias, talleres, hoteles y cines, entre otros rubros, que dejaron una huella en el ámbito local. Nombres que representan la pujanza obereña, un verdadero documento para las nuevas generaciones.
Con la humildad que lo caracteriza, contó que donó una copia de su trabajo a la Municipalidad y otra a la Junta de Estudios Históricos de Oberá, institución que el año pasado lo invitó a una charla de 40 minutos que se extendió por hora y media.
Es más, lo comprometieron para un segundo encuentro que lo tiene emocionado, reconoció.
Si bien su historia empezó en Encarnación del Paraguay, donde nació, aseguró que se siente argentino, ya que llegó al país a los dos meses de vida y hasta los siete años vivió en Posadas, para luego mudarse a Oberá con su familia.
Fanático de River y de Oberá Tenis Club (OTC), atesora haber asistido de cerca a las visitas de dos presidentes de la Nación en ejercicio -Edelmiro Farrell en 1944 y Aturo Frondizi en 1961-, como también al recordado cierre de campaña de Raúl Alfonsín en el 83.
Lo precede una vida de trabajo e inmensa tarea comunitaria y solidaria desde diversas instituciones como el Hogar Santa Teresita y la Parroquia Cristo Rey.
Padre de tres hijos, cuenta con orgullo 14 nietos y 18 bisnietos; reniega del celular y pondera importancia de ejercitar la memoria con lectura.
¿Dónde nació, don Anselmo?
Nací en Encarnación, Paraguay, pero vine a los dos meses. Por eso digo que soy más argentino que paraguayo. Mi papá era argentino y mi mamá paraguaya. Él se fue por trabajo a Encarnación, después se metió en la política con los liberales y los colorados lo echaron de Paraguay. La familia se vino para Argentina y mi papá cuidaba una quinta de la familia Samudio, en Posadas, hasta que yo tuve 7 años y nos vinimos a Oberá. Yo era el más chico de cinco hermanos, y soy el único que sigue vivo.
Llegaron a Oberá en 1938, apenas diez años después de la fundación. ¿Cómo fueron su infancia y juventud?
Mi papá compró este terreno en 1940 por 198.50 pesos. Lamentablemente, mi papá falleció en el 42 y mi mamá empezó a lavar ropas ajenas para mantener a sus hijos, ya que sólo mi hermano mayor trabaja en una carnicería. Hice la primaria en la Escuela 185 y quería seguir estudiando, pero acá no había secundaría y mi mamá no me podía mandar a estudiar a Posadas, no tenía los recursos. Acá estaba la Academia Sarmiento y aprendí dactilografía. En esa época, si eras dactilógrafo entrabas en el banco, en el correo, en Gendarmería… en cualquier lado. No hacía falta título secundario. Después estudié secretariado comercial y radiotelegrafía porque quería entrar en el correo. Sabía de memoria el código morse. Después mi profesor de telegrafía, Toledo, me dijo que, si me hacía profesional telegrafista, a los 40 años iba a quedar sordo por el ruido de la chicharra por el auricular.
¿Y decidió cambiar de rumbo?
Sí, de ahí salí a buscar trabajo y fui a la Shell, de Sand y Albrechtsen, a preguntar si necesitan empleado. Me dijeron “qué sabés hacer”, soy dactilógrafo recién recibido. Se miraron entre los dos, agarraron el diario El Territorio y me dieron que copie un artículo. Uno de cada lado, mirando lo que hacía. Y empecé a escribir con los diez dedos y en un ratito le copié. “Y cuándo podés empezar”, me dijeron. El día que empecé me dijeron que me iban a pagar 4000 pesos, ponele, pero cuando llegó fin de mes me preguntaron “cuánto te dijimos que te íbamos a pagar”, 4000 respondí, pero me dieron 5000. Cuando terminaba mi trabajo le ayudaba a los muchachos a descargar combustible. Trabajé 25 años en la Shell. Hasta que me ofrecieron un mejor sueldo para trabajar en la agencia Warenycia y Andrujovich, donde estuve cinco años.
¿Cómo fue que pasó a trabajar en la Obra Social de Empleados de Comercio?
Yo era muy amigo de Roa, que era secretario general de Osecac y los sábados iba y le sacaba todas las correspondencias que tenía, porque él no sabía escribir a máquina. Hasta que un día me llamó y me preguntó si no quería trabajar con él. Iba a ir como gerente. Me preguntó cuánto estaba ganando, y me ofreció el doble y un poquito más. Gracias a eso tengo una linda jubilación. Estuve 18 años en Osecac. Me jubilé en el 93.
Transcurridos más de 80 años, ¿cómo recuerda la Oberá de los años 30 y 40?
Oberá era una villa, todos ranchitos. Por eso siempre resalto el mirador que había acá a tras cuadras, en Loma Porá, en la casa de don Marcelo. Era un suizo que en el fondo de la casa hizo un mirador de 15 metros. Los sábados le pagábamos 5 o 10 centavos para remontar barriletes. Era un paseo, un atractivo y la gente venía del centro para subir al mirador. Desde arriba se veían los ranchos, era todo rancherío. Había una única casa alta, de cuatro pisos. Fijate que muy pocos teníamos radio, por ejemplo. Me acuerdo que en el 45, la famosa movilización del 17 de octubre por la liberación de Perón, estábamos todos pendientes y nos juntábamos entre varios en alguna casa para escuchar la radio. Me acuerdo de la primera usina eléctrica, de Joerg y Pigerl, en avenida Libertad. En los primeros tiempos daban luz hasta las 12 de la noche y cortaban, y retomaban hasta las 6 de la mañana. Muchos años después llegó la Celo (Cooperativa Eléctrica Limitada de Oberá), donde soy el socio 946, uno de los primeros.
Otra entidad emblemática fue la Cooperativa Agrícola Limitada de Oberá…
Sí, la Calo fue algo muy importante para el desarrollo de Oberá. Yo era chico y veía llegar a los colonos en carros, los ponían en fila y les daban de comer a los caballos. Los colonos llegaban sin desayunar, iban a la cantina y asentaban el pulso con cerveza o algo fuerte. Pensar que la Calo tuvo algo así como como 20 mil socios, una cosa impresionante. También había gran movimiento por el banco Nación de Oberá, que la única sucursal del interior de la provincia. Después la Calo trajo gente de afuera y empezó el descalabro. Fue una lástima que se haya fundido, siendo que llegó a ser una de las cooperativas más grandes del país.
Mucha gente lo recuerda como boletero del cine, un segundo trabajo que tenía por las noches…
Claro, era una entradita más. El cine en Oberá nació en el Recreativo y estaba a cargo de un señor Úbeda, que después vendió y se fue a Eldorado. Luego vinieron el cine Argentino y después el América, de Dante Boni. Más tarde el cine Mundial, donde el proyector era Pan Dulce (Gregorio Bresco). El último dueño del Mundial, Sherer, puso una pista de baila afuera. Hicieron un riel para que corran las cámaras y así proyectar en la parte abierta del patio. Se armaban mesas redondas donde la gente cenaba o tomaba cerveza mirando películas. Esa fue una gran diversión por muchos años. Por último, apareció el cine Ateneo, el cine parroquial, donde fui boletero. Después trabajé en el cine Rex. Recuerdo el tremendo éxito que fue Tiburón 1 de 1975 y Tiburón 2 del 78. Y las películas de vaqueros siempre fueron exitosas.
¿Cómo se lleva con la tecnología? ¿Usa celular o sólo el teléfono fijo?
Tengo un celular, pero no uso. Mis hijos me insisten y no hay caso, no entiendo tantos botones. Pero a mucha gente mayor le pasa lo mismo y les complica para muchas cosas. La tecnología no siempre es para bien, a veces deja gente afuera. Mirá lo que pasa en el centro con el estacionamiento (SEM), que mucha gente ni estaciona más porque hay que pagar con el celular. Hay gente mayor no tiene celular ni entiende, por eso pienso que deberían contemplar a todos y buscar alguna solución. Por qué no se puede pagar en efectivo. Para los mayores de 70 años es difícil aprender a manejar el celular. Yo sé porque me pasa. Por eso yo digo que la tecnología avanzó para bien y para mal. Por ejemplo, lo que pasa con la delincuencia por medio de la tecnología, las estafas que hay todo el tiempo.
Memorioso y fanático del fútbol como es, ¿estuvo en la cancha aquel 18 de noviembre de 1973 cuando la selección obereña de fútbol recibió a Río Cuarto y el partido fue suspendido por graves incidentes?
Fueron mi suegro y mis cuñados, pero mi señora no me dejó ir. Resulta que toda la semana previa hubo un clima de venganza por lo que había pasado en Córdoba. Por la radio fogonearon toda la semana que a los cordobeses les teníamos que devolver lo que nos hicieron allá, que nos agredieron. Muchos recuerdan hoy que nuestros jugadores entraron a la cancha y regalaron paquetes de yerba y los cordobeses rompieron los paquetes y tiraron la yerba. Ahí quedó la pica. Incluso, en la semana previa a la revancha muchos fueron a Brasil a comprar gomas para hacer gomeras porque acá no había más. Una locura. Entonces mi señora me pidió que no haya porque se iba a armar, y tuvo razón.
¿Tiene algún secreto para haber llegado tan bien a sus 94 años?
En primer lugar, la alimentación. No comer en exceso, y lo mismo con el alcohol. Yo muy rara vez llené de más de la panza. Creo en eso de “comer para vivir, no vivir para comer”. Tampoco fumar. Yo fumé unos pocos años y el doctor Judais padre me dijo que deje, porque tuve una angina de pecho y, si seguía fumando, venía el infarto. También leo mucho para ejercitar la mente. Y fundamental, el aplomo que hay que tener para cualquier cosa que nos produzca ansiedad. Un problema grave, un familiar enfermo, una cuenta pesada… tomarlo siempre con tranquilidad, porque lo que hace mucho mal y enferma son la preocupación y el estrés. Los problemas ya se resolverán. Si sos creyente, poné en manos de Dios; y si no, ponelo en tu propio esfuerzo. Mañana será otro día.
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Daniel Villamea, periodista, hincha de River (no fanático), Maradoniano, adicto a Charly García, Borgiano y papá de Manuel y Santiago, mis socios en este proyecto independiente surgido de la pasión por contar historias y, si se puede, ayudar a otros.