El patrón llegaba temprano y le pedía que prepare un mate. A esa hora su papá ya estaba en el rozado, su mamá en el potrero atendiendo las vacas y sus hermanos en la escuela. Ella tenía 14, para 15, había terminado la primaria y quiso seguir estudiando, pero fue imposible. Vivían a casi 30 kilómetros del colegio más cercano, sus padres no tenían movilidad; colectivo no pasaba y si lo hiciera, tampoco había plata para el pasaje.
Catalina era tan inteligente como hermosa, detalle que el patrón notó desde que era guainita, cuando jugaba con sus propias hijas, los fines de semana que iban a la chacra. Prácticamente las nenas se criaron juntas y en verano disfrutaban el tajamar del arroyito que desemboca en el río Uruguay, siempre bajo la mirada de algún adulto, sobre todo después de lo que pasó con los dos más chicos de Marciano Pedrozo, que se ahogaron un enero de crecidas. Pero las nenas del patrón fueron creciendo y ya no querían tanto ir a la chacra, tenían muchas amigas en el pueblo y las visitas se fueron espaciando. Pero Cata siguió siendo la mimada del patrón.
Nunca se olvidaba de su cumpleaños, del conejo de Pascua, día del niño, Papá Noel.
Antes de cumplir los 12, una siesta ensartando tabaco, le contó a su mamá que el patrón le tocaba la cola. La mujer no dijo nada, miró el piso de tierra y no levantó la vista por varios minutos.
Meses más tarde le dijo a su papá y la única respuesta fue una cachetada y que de eso no se habla, que el patrón es el patrón y que les da de comer. Ya tenía 14 cuando le contó a la tía Rosi, que era la más cercana y querida. La tía la abrazó con el alma y con la voz quebrada por las lágrimas le dijo que a ella también le pasó lo mismo con el padre del patrón y que ellos tienen esa costumbre; que es así y que en pocos años va a tener marido y se va ir de la chacra de sus padres, como lo hizo ella, que encontró un buen hombre que la quiere y ahora tiene su familia. Cata nunca más les contó nada a sus padres ni a la tía Rosi ni a nadie. Lo único que quería era terminar con eso, no soportaba que el tipo le haga esas cosas, le dolía, le daba asco, la ponía triste.
Apenas tenía séptimo grado, en la chacra no había tele, internet ni celular, pero su inteligencia innata -que no es otra cosa que la capacidad de adaptarse para sobrevivir- vislumbró una solución práctica para su problema.
El patrón mateaba solo, nunca les invitaba a los peones y eso calzó justo. El proceso de envenenamiento con pesticida, el mismo que usaban para pulverizar la plantación de tabaco, demandó poco más de cuatro meses y menos de cien termos de mate. Cata no tuvo fiesta de 15, pero igual celebró quietita.
(Ilustración de Manuel Villamea)
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Daniel Villamea, periodista, hincha de River (no fanático), Maradoniano, adicto a Charly García, Borgiano y papá de Manuel y Santiago, mis socios en este proyecto independiente surgido de la pasión por contar historias y, si se puede, ayudar a otros.